En un mundo dominado por la lógica del capital, donde la eficiencia se mide en términos de rentabilidad para unos pocos y la innovación suele asociarse con tecnología de punta o modelos de negocio extractivistas, resulta profundamente disruptivo proponer otra forma de hacer economía: una basada en la solidaridad, la participación democrática y la distribución equitativa de los beneficios.
Las cooperativas no son nuevas, pero en este contexto adquieren una nueva potencia transformadora. Porque desafían la idea de que competir es la única forma de avanzar. Porque ponen en el centro a las personas, no al lucro. Porque demuestran que se puede producir, consumir, cuidar y trabajar desde lógicas que fortalecen el tejido social en lugar de desgarrarlo.
En un momento en que muchas de las promesas del sistema actual crujen —la precarización del trabajo, la crisis ambiental, la soledad urbana, la exclusión creciente—, las cooperativas aparecen como espacios de reinvención de lo común. Recuperan prácticas de ayuda mutua, reconstruyen confianza en lo colectivo, y experimentan con formas más humanas y sostenibles de vivir.
Lo verdaderamente disruptivo hoy no es una nueva app ni una criptomoneda. Lo verdaderamente disruptivo es una panadería gestionada por sus trabajadoras, un sistema de salud gobernado por sus usuarios, una red de consumo que conecta al productor con quien come. Es la política del día a día que construyen las cooperativas, desde abajo, con otras reglas.