Las cooperativas de trabajo son asociaciones de personas que se organizan con la intención de obtener un puesto de trabajo, mediante una empresa autogestionada. Suponen espacios que desafían formas de hacer más colectivas y horizontales, desbordando la noción convencional de trabajo como ocupación que lo reduce a una relación de salario y de subordinación al capital. Si esta resignificación del trabajo la nutrimos con las miradas feministas que plantean que el trabajo son todas las actividades que aportan al bienestar, las condiciones laborales y de vida se podrían transformar a la luz de estas aperturas. En este sentido, consideramos que el trabajo es más que el empleo e incluimos a todas las tareas de cuidados no remuneradas que son imprescindibles para sostener y reproducir la vida, tanto a la interna de la cooperativa como fuera de ella. El ámbito de lo doméstico y del cuidado, que nombramos como esfera reproductiva, ha estado históricamente desvalorizado y feminizado.
Para tener vidas dignas es necesario un sinfín de trabajos que permitan cubrir necesidades materiales y afectivo-relacionales como: alimentarnos, vestirnos, estudiar, dar y recibir afectos, cuidar nuestro cuerpo y psiquis y el de las personas dependientes, establecer lazos para vivir en comunidad, entre muchas otras. De este modo, nos acercamos a una comprensión más integral de lo que implica sostener un proyecto colectivo y nuestras vidas en él.
Las cooperativas, en comparación con las empresas capitalistas, no se centran en la ambición de lucro sino en generar trabajo para sostener la vida, lo que les brinda mayor facilidad para contemplar aspectos que colaboren con los cuidados, es decir, para incorporar las necesidades, responsabilidades, deseos y particularidades en los ciclos de vida de cada integrante. Apostar por prácticas de conciliación laboral, personal y familiar contribuye a recuperar nuestros tiempos vitales sobre los tiempos mercantiles y es una senda firme hacia el horizonte deseado en el que la jornada de trabajo remunerada se adapta a la vida, y no al revés.
Las apuestas a esta deconstrucción resuenan con una de las grandes consignas impulsada por los movimientos feministas de los años 60 y 70: lo personal es político. Esto desafía la idea de que lo que nos sucede en nuestras vidas y nuestros hogares son asuntos meramente privados que cada quien debe resolver individualmente y los vuelve comunes, conectándolos con estructuras sociales y políticas más amplias.
Las cooperativas tienen el potencial de desprivatizar y desfeminizar la dimensión personal y doméstica, provocando una continuidad entre lo privado y lo público. Van haciendo poroso este borde entre las responsabilidades colectivas y las individuales.
Pero claro, que sea una potencialidad no significa que suceda en la práctica, se trata de un proceso profundo que requiere seguir insistiendo y ensayando estrategias para poner la vida en el centro. Nos invita a construir otras formas de lo político, ligadas al afecto y al cuidado, en el que se valoriza lo reproductivo y las prácticas y gestos cotidianos, y se desdibujan las jerarquías.
Este camino se potencia cuando las cooperativas nos encontramos y tejemos red dentro del movimiento, lo que solemos llamar intercooperación. Pensarnos juntas, disputar sentidos, apostar por la solidaridad y la confianza, reinventar nuestras prácticas, y volver una y otra vez a reafirmar que lo personal es político y es colectivo.
Por Melisa Planchesteiner
Cooperativa de trabajo Comuna